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lunes, 4 de noviembre de 2013

Oratorio Monástico

Oratorio Monástico

jueves, 31 de octubre de 2013

Una Meditación y una Bendición

Muy a gusto hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en nosotros la fuerza de Dios

El Señor es el lote de mi heredad. Y ¿cuál es la heredad del Señor, sino aquella de que está escrito: Pídemelo: te daré en herencia las naciones? Pues los pecadores de las naciones creen en aquel que es capaz de absolver al culpable. Y si la gloria de los paganos no procede de los hombres, sino de Dios, también Cristo es rey de estos judíos. Porque ser judío no está en lo exterior, ni circuncisión es tampoco la exterior en el cuerpo. Entonces, ¿qué? ¿Es que no fueron muchos los que creyeron procedentes de aquella circuncisión? No cabe duda de que fueron muchos los que creyeron, pero una vez que, colocados en pie de igualdad con los paganos, reconocieron su condición de pecadores y de esta forma merecieron la misericordia, como nos enseña Pablo escribiendo a los Gálatas: Si tú, siendo judío, vives a lo gentil, ¿cómo fuerzas a los gentiles a las prácticas judías? Nosotros, judíos por naturaleza y no pecadores procedentes de la gentilidad, sabemos que ningún hombre se justifica por cumplir la ley. Por tanto, deseando ser ganado por Cristo tomó conciencia de su ser de pecador, puesto que Cristo vino a llamar no a los justificados, sino a los pecadores. Por esta razón, incluso los que creyeron procedentes de la circuncisión hecha por mano de hombres, creyeron después de haberse rebajado al nivel de la gentilidad pecadora, para ser todos la herencia de Cristo: y no de entre aquellos que piensan ser justificados en atención a sus propias obras, sino de entre aquellos que son justificados por la gratuita gracia de Dios.
Habiendo, pues, Dios salvado por su gracia a aquellos a quienes él dio en herencia, realmente el Señor es el lote de su heredad. El Hijo conservó el obsequio, para no proclamar que su herencia la adquirió él al precio de su sangre, sino que confiesa habérsela dado Dios, reconociendo que el Señor es el lote de su copa, esto es, de su pasión. Efectivamente, si es verdad que los gentiles fueron redimidos por la pasión del Señor, no debemos olvidar que la misma pasión de Cristo es obra de la voluntad del Padre, como lo atestigua el evangelio, cuando dice: Padre, pase de mí este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.
Por tanto, si consideras la voluntad del Señor, él mismo confesó diciendo: Si es posible, pase de mí este cáliz. Por consiguiente, incluso la redención de los paganos radica no en la voluntad del Hijo, sino en la voluntad del Padre. No se haga —dice— lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Esta es la razón por la que la misma gracia en virtud de la cual, y mediante su muerte, fueron redimidos los gentiles, el hijo no se la adjudica a sí mismo, sino al Padre. Por eso afirma que el Señor es el lote de su heredad y su copa.
Hemos, pues, de aceptar en este mundo la plebeyez, la infamia, la debilidad, la estulticia y otras cosas por el estilo, para llegar de este modo a la nobleza, a la gloria, a la fuerza, a la sabiduría. Cualidades todas que recibiremos cuando lleguemos allí donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Se nos siembra en miseria, para que resucitemos en gloria; se nos siembra en mortalidad, para que resucitemos en inmortalidad. Por lo cual, también nosotros y, con mucho gusto, hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en nosotros la fuerza de Dios. De momento, que el Padre esté a nuestra derecha, para que no vacilemos: más tarde vendrá a trasladarnos a su derecha, a las riquezas de nuestro Señor Jesucristo, de quien es la gloria. Amén.
San Hilario de Poitiers
Tratado sobre el salmo 15 (3.7.11: PL 9, 892.894.896.897)

miércoles, 30 de octubre de 2013

Una Meditación y una Bendición

¿Qué no hizo nuestro Creador para lograr nuestra enmienda?

Dada la especial constitución de nuestro cuerpo, antes de crearnos a nosotros, nuestro Creador sacó de la nada a este universo mundo. Pero, ¿qué no hizo nuestro Creador, amante del bien, para lograr nuestra enmienda y encauzar nuestra vida a la salvación? Creó este mismo mundo sensible como un espejo de la creación supramundana, para que mediante su contemplación espiritual, como a través de una admirable escala, lleguemos a las realidades suprasensibles. Infundió en nosotros innata la ley, cual línea inflexible, como juez inmune de error y doctor de insobornable veracidad: me estoy refiriendo a la propia conciencia de cada uno. De modo que si buceamos en nuestro interior con reflexiva introspección, no necesitaremos de doctor alguno para la comprensión del bien. Y si lúcidamente aplicamos nuestros sentidos a las cosas exteriores, lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, como dice el Apóstol.
Así pues, la custodia de la doctrina de las virtudes, revelada por la naturaleza y la creación, se la confió Dios a los ángeles; suscitó como guías a los patriarcas y a los profetas, mostró signos y prodigios para conducirnos a la fe, nos dio la ley escrita que viniera en auxilio tanto de la ley espiritual impresa en nuestra naturaleza como del conocimiento que nos aporta la creación. Y cuando, finalmente, acabamos de despreciarlo todo, ¡cuánta negligencia por nuestra parte! ¡Nosotros, situados en los antípodas de la generosidad y solicitud de quien tanto nos ama! Se nos dio a sí mismo en beneficio nuestro y, habiendo derramado las riquezas de su divinidad en nuestra humildad, asumiendo nuestra naturaleza y hecho hombre por nosotros, se puso a nuestro lado como maestro. El nos enseña la magnitud de su benignidad, dándonosla a conocer tanto de palabra como con las obras, induciéndonos al mismo tiempo a la obediencia tanto para imitar su misericordia, como para huir de la dureza de corazón.
Ahora bien, como quiera que el amor no suele ser tan fuerte en los administradores del patrimonio, ni siquiera en los pastores de rebaños y en los poseedores de riquezas propias, como en aquellos que están unidos por vínculos de carne y sangre y, entre éstos, especialmente entre padres e hijos, por eso, a fin de manifestarnos su benignidad, él mismo se autodenominó Padre de todos nosotros, y habiéndose hecho hombre por nosotros nos regeneró por medio del santo bautismo y por la gracia del Espíritu Santo que en él se nos confiere.
Gregorio de Palamás
Homilía 3 (PG, 151, 35)

viernes, 13 de septiembre de 2013

Una Meditación y una Bendición

Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre

Jesús es garante de una alianza más valiosa. De aquéllos ha habido multitud de sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.
Así pues, en cuanto que posee un sacerdocio que no pasa, en tanto permanece sacerdote eternamente; y en cuanto que permanece hombre, en tanto aparece menor. En consecuencia, o el sacerdocio acabará un día por terminar, o jamás dejará de ser menor. Pues el sacerdote es siempre menor que Dios, de quien es sacerdote.
No obstante, dos cosas hace el sacerdote: o intercede para ser escuchado, o da gracias una vez que ha sido escuchado. Intercediendo, ofrece el sacrificio de impetración; dando gracias, ofrece el sacrificio de alabanza. Intercediendo, presenta las necesidades de los pecadores, dando gracias, enumera los beneficios misericordiosamente concedidos a los que han dado la oportuna satisfacción. Intercediendo, pide el perdón para los reos; dando gracias, desea congratularse con los agraciados.
Así también Cristo, poseyendo un sacerdocio eterno, al que la muerte no puede poner fin, como sucede con el resto de los sacerdotes, intercedió por nosotros, ofreciendo sobre la cruz el sacrificio de su propio cuerpo, intercede incluso ahora por todos, deseando que nosotros mismos nos convirtamos en sacrificio puro para Dios.
Mas cuando la divina misericordia se haya plenamente cumplido en nosotros, cuando la muerte haya sido absorbida en la victoria, cuando se hayan acabado nuestros males, cuando, saciados de toda clase de bienes, ya no pecaremos, ni sufriremos, ni habremos de soportar a nuestro enemigo el diablo, sino que reinaremos en una total paz y felicidad, entonces ciertamente dejará de interceder por nosotros, pues ya no tendremos nada que pedir, pero jamás dejará de dar gracias por nosotros.
Pues así como ahora pedimos misericordia por medio de nuestro sacerdote, así también una vez instalados en la bienaventuranza, ofreceremos el sacrificio de alabanza por mediación de nuestro sacerdote. Testigo de ello es el Apóstol, que dice: Por medio de él ofrecemos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza. Y cuando dejase de ser sacerdote, ¿por mediación de quién ofreceremos continuamente el sacrificio de alabanza? ¿O es que viviremos eternamente sin alabar a Dios? Atestigua lo contrario el salmista, cuando dice: Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre. Por tanto, si eternamente resonara el cántico de alabanza, siempre le ofreceremos el sacrificio de alabanza, como nos dice el Apóstol: Por medio de él ofrecemos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza.
Cristo, pues, será siempre sacerdote y por su medio podemos ofrecer un sacrificio de alabanza: siempre menor, pues es sacerdote. Sin embargo, como quiera que Cristo es siempre uno, él es a un mismo tiempo sacerdote y Dios, un Dios a quien los fieles adoran, bendicen y glorifican juntamente con el Padre y el Espíritu Santo: él intercede, se compadece, agradece y da la gracia. Y así como enseñó a su Iglesia a observar esta norma en los sacrificios de cada día: que ore por los pecadores, tanto por los pecadores que aún se afanan en la tierra, como por los que abandonaron ya este mundo, y, en cambio por los mártires debe elevar acciones de gracias, lo mismo hace ahora también él con nosotros: cuando nos ve miserables, intercede por nosotros, mientras que cuando nos hubiera hecho dichosos, dará gracias. Y de esta forma, en ambos ministerios sacerdotales, el eterno sacerdote está en posesión de un sacerdocio que no pasa. Realmente es exacta la afirmación que encontramos en la carta a los Hebreos: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre.
Carta dogmática contra los arrianos (PLS 4, 34-35)

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