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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Monasterio Santa Maria de Fe

Monasterio Santa Maria de Fe


Nuestra Comunidad
Nuestra comunidad

sábado, 25 de mayo de 2013




EL MISTERIO DE LA TRINIDAD I
Texto bíblico: Génesis 18, 1-9
El icono de la Trinidad y el texto de la Escritura del libro del Génesis, nos permite entrar en el misterio del Dios uno y trino, contemplar algo del misterio inefable del Dios vivo, del Dios de los cristianos. El texto y la imagen con su halo de misterio nos invitan a acercarnos al misterio de Dios trino con fe y amor, porque de la Trinidad venimos y a la Trinidad vamos; en ese misterio de luz y de amor, de comunión y de misericordia está la fuente eterna de nuestra vida, la meta de nuestro caminar, el remanso eterno de nuestra fatiga.
La Iglesia ha considerado la teofanía o manifestación de Dios a Abrahán, junto al encinar de Mambré, como una revelación de Dios a los hombres: revelación misteriosa y cargada de sentido salvador. Los Padres orientales ven incluso en esta manifestación una primera revelación de Dios que es Uno y Trino, un Dios que ama a la humanidad,  y sale a su encuentro, un Dios de la historia que se acerca a la historia de los hombres, un Dios amigo que pide hospitalidad a Abrahán, el hombre amigo de Dios.
Dios es un peregrino de amor, pide hospitalidad, hace un pacto de amistad con sus hijos, es como el mendigo de una comunión de amor; en realidad, como en el caso de Abrahán, Dios es un amigo que se presenta pidiendo y se despide colmando de bendiciones y regalos a aquellos que lo saben acoger con amor. El premio de la hospitalidad de Abrahán será el don de una descendencia en su hijo Isaac, cuando ya las esperanzas humanas se habían agotado.
El icono de la «filoxenia»: amor y hospitalidad
Desde la antigüedad, los cristianos han representado en imágenes esta escena del libro del Génesis. Los hermosos mosaicos de Santa María la Mayor y de Ravena  nos presentan esta imagen: tres ángeles en torno a una mesa, como una anticipación del misterio de la Eucaristía. Pero todos están de acuerdo que ningún artista ha alcanzado la perfección en su expresión en colores y símbolos de san Andreij Roublév, un monje ruso del siglo XIV - XV, que dejó plasmada la maravilla de este icono para la iglesia de san Sergio de Radonez, que un siglo antes había querido dedicar a la Santísima Trinidad en Zagorsk, un lugar santo de la Rusia cristiana, un símbolo de la fe secular del pueblo ruso que en la Trinidad tiene la fuente de su renacer espiritual.
El monje Andreij quiso fijar en colores y símbolos una experiencia de san Sergio, una visión del misterio trinitario, del Dios amor y misericordia, del Dios Uno y Trino. Un Dios expresado en la unidad: «Que todos sean uno como yo en ti y tú en mí» (Jn 17,21-23), según las palabras de la oración sacerdotal de Jesús; un Dios que es comunión de personas distintas. Por eso se le atribuyen a san Sergio estas palabras: «Contemplando la imagen de la Trinidad hemos de vencer las odiosas  divisiones de este mundo-». La Trinidad es la imagen del Dios que reconcilia, de una humanidad reconciliada.
Entremos en una contemplación que se nos revela en tres tiempos, en tres planos, en tres personas, con una secreta unidad. Entremos porque la mesa está abierta y preparada para nosotros.
Junto al encinar de Mambré
La revelación que nos ofrece esta imagen es la de la escena del libro del Génesis. Tres ángeles: bellos, espléndidos y elegantes en su ropaje y en su cabellera, llenos de majestad, envueltos en un halo de misterio, vivos y expresivos en su dependencia y en su comunión recíproca. Llevan en sus manos unos casi imperceptibles bastones rojos de peregrinos. Están sentados en torno a la mesa que Abrahán y Sara han preparado. Sobre la mesa hay una copa y dentro de ella algo que es como un trozo de cordero. El encinar de Mambré se ha estilizado en la pintura hasta convenirse en un arbusto misterioso que está junto al ángel del centro. La casa de Abrahán se ha convertido en una diminuta casa-palacio que está sobre al ángel que se contempla a la izquierda. Han quedado fuera de la escena Abrahán y Sara. Todo se concentra en los tres ángeles misteriosos.
Recibiendo a los ángeles y acogiéndolos en su hospitalidad, adorándolos y
postrándose hasta la tierra, Abrahán reconoce a su Dios. La liturgia oriental lo
comenta con estas palabras: «Dichoso tú Abrahán; tú los has visto, tú has recibido al Dios uno y trino.»
También nosotros estamos invitados a contemplar y a adorar. Dios se ha acercado a nuestra vida. Dios nos pide hospitalidad. Ahora somos nosotros Abrahán y Dios nos pide hospitalidad en la fe, porque nos trata como amigos. Dios se hace mendigo de la amistad para colmarnos de bienes. Acepta nuestra hospitalidad ofrecida para prodigar a manos llenas sus dones.
El divino consejo trinitario
La imagen nos invita a trascender la escena para contemplar el misterio. Los tres Ángeles reflejan el misterio de la Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Unidad en la naturaleza. Trinidad en las personas.
Algunos elementos subrayan la unidad. El color azul que de diversas maneras está presente en los tres vestidos; el mismo color de las alas que están  unidas y que expresan una intensa comunión. La unidad de la mirada y del movimiento interno que parte desde el pie del ángel de la derecha y sube hasta su cabeza, se vuelca en la del ángel del centro y ésta a la vez se posa en la del ángel de la izquierda hasta indicar un movimiento de comunión en la vida y en el pensamiento, como un misterioso circulo de plenitud en el que estos tres ángeles viven.
Unidad divina y misteriosa que no consiste en una simple igualdad que borra diferencias, sino en una unidad donde se hace posible la comunión de las personas distintas y
donde se percibe esta unidad de vida. Vivir el uno para el otro, el uno con el otro, el uno en el otro, sin confundirse, sin absorberse.
Este icono nos muestra el secreto de la vida de Dios; vivir el uno para el otro escuchándose en la unidad de una misma mirada, tendiendo hacia un mismo fin: la salvación de la humanidad. Cada persona en sí no parece completa y cada una parece que no puede existir sin referencia, sin relación a la otra, a las otras. Así las personas de la Trinidad nos ofrecen esta forma maravillosa de contener el Ser divino, de recibirlo de las otras, de darlo a las otras, de colocar a las otras con el don de la existencia.
Dios aparece como comunión, como unidad, como familia. La simple contemplación de esta imagen nos habla de amor reciproco. Un niño viendo este icono ha exclamado con la sabiduría que Dios concede a los sencillos: «¡Cuánto se quieren estas tres personas que están en la imagen!». Dios es amor. Dios es comunión en el amor.
Con la mayoría de los autores, preferimos interpretar así la revelación de las tres personas del icono. Las tres divinas personas están en orden de precedencia: el primero a nuestra izquierda el Padre, el segundo el Hijo, el tercero el Espíritu Santo. La ligera inclinación de los báculos dorados indicaría el orden mismo de la majestad trinitaria, del Padre al Espíritu.
          
El misterioso ángel de su izquierda sería el PADRE en su hieratismo escondido y misterioso, principio de todo en quien descansa el movimiento de las cabezas y de las aureolas, como una reverente aceptación de su voluntad por parte del Hijo y del Espíritu.
 El poder del amor del Padre se manifiesta en la mirada del ángel de la izquierda. El es amor y precisamente solo puede revelarse en la comunión y puede ser conocido como comunión. (“Nadie viene al Padre sino por mi” Jn 14,6) es la más conmovedora revelación de la naturaleza misma del amor. No se puede tener ningún conocimiento de Dios fuera de la comunión entre el hombre y Dios, y esta es siempre trinitaria e inicia en la comunión entre el Padre y el Hijo. Hace comprender por qué el Padre no se revela nunca directamente. El icono muestra esta comunión cuya morada viva es la copa.
La figura central es la del HIJO, con su túnica sacerdotal, sus manos indicando la copa del sacrificio, revestido de una túnica y un manto que representan su doble naturaleza (humana, el color rojizo de la tierra y azul, de su divinidad). El Hijo como evidencia de la Encarnación redentora, con su rostro inclinado en actitud reverente de aceptación de la voluntad del Padre.
      El Hijo escucha, las parábolas de su vestido muestran la atención suprema, el abandono de sí.  El también renuncia así mismo para ser solo Verbo de su Padre. “las palabras que yo os digo, no las digo por mí mismo; el Padre que habita en mí es quien realiza sus propias obras”.  Su mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición.
El ángel que está a la izquierda es el ESPÍRITU SANTO. Tiene un rostro dulce, tierno, maternal, casi femenino. Es el consolador. Su actitud es de servicio, de oblación, de colaboración; se inclina obediente; se lanza en la colaboración total a los planes del Padre y del Hijo. El color verde de su vestido nos habla de juventud y de vida: Espíritu vivificante, juventud de Dios, rejuvenecedor de la Iglesia, escondido y presente, eco de las palabras del Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida”
       La dulzura del ángel de la izquierda tiene algo de maternal. ( Ruah= el espíritu en las lenguas semíticas es femenino. Los textos sirios lo llaman a menudo el consolador: Consoladora). Es el consolador, pero también es el Espíritu: el Espíritu de la vida. Es el que da la vida y de quien todo se origina. Por su inclinación y el impulso de todo su ser, está en medio del Padre y del Hijo: es el Espíritu de la comunión. El movimiento parte del él.
Con una tristeza inefable, dimensión divina del Agape, el Padre inclina su cabeza hacia el hijo. Parece que habla del cordero inmolado cuyo sacrificio culmina en el cáliz que bendice. La posición vertical del Hijo traduce toda su atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto de la bendición. Si la mirada del Padre, en su profundidad sin fondo, contempla el único camino de la salvación, la elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce su consentimiento. El Espíritu Santo se inclina hacia el Padre; está sumergido en la contemplación del misterio, su brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento descendente: Pentecostés.
 
          Las  líneas del lado derecho del ángel central se amplifican a medida que se acercan al ángel de la izquierda. En el lenguaje simbólico de las líneas, las curvas convexas designan siempre la expresión, la palabra, el despliegue, la revelación; y por el contrario, las curvas cóncavas significan obediencia atención, abnegación, receptividad. El Padre está vuelto hacia el Hijo. Le habla. El movimiento que recorre su ser es el éxtasis. Se expresa enteramente en el Hijo: “El Padre está en mi. Todo lo que el Padre tiene es mío”.
Colores:
 
      Los colores en la iconografía poseen su propia lengua. En Rublëv alcanzan una
riqueza inigualable, una armonía musical  plena con toda la gama de los más finos
matices. Sin embargo no  hay efectos policromáticos, pues nada  viene a turbar la
profundidad del recogimiento divino. La densidad de los colores de la figura central se
realza por el contraste con la blancura de la mesa y se refleja en el tornasol sedoso de
los ángeles que lo rodean.
   
      El púrpura oscuro ( el amor divino) y el denso azul ( la verdad celeste) con el oro
Rutilante de las alas ( la abundancia divina) forman una armonía perfecta que se
perpetúa y se vuelve a encontrar en una tonalidad dulcificada como una revelación
matizada: rosa pálido y lila a la izquierda, azul más suave y verde plateado a la derecha.
El oro de los tronos, asiento divino, habla de la superabundancia de la vida trinitaria El azul llamado “azul de Rublëv” traduce el color del cielo de la Trinidad y del Paraíso. De lejos esta composición da la impresión de una llama roja y azul. Todo arde en el aire resplandeciente del mediodía. “Quien está cerca de mi está cerca del fuego”.
Una poderosa llamada se desprende del icono: “Sean uno, como el Padre y yo somos uno”.  Todos los hombres y mujeres son llamados a reunirse alrededor de la misma y única copa, a ascender hasta el nivel del corazón divino y tomar parte en la comida mesiánica.
La visión termina con una nota escatológica: es una anticipación del Reino de los cielos añadida por la luz que no es de este mundo, por el hecho de que la Trinidad existe y nos ama. La sorpresa brota del alma pero se calla. Los místicos nunca hablan de la cumbre, sólo el silencio la descubre.
Hay autores que prefieren mantener un silencio apofántico del entendimiento y no osan descubrir el misterio de cada una de las personas. Prefieren pensar que el autor ha querido simplemente hablamos del misterio de la unidad trinitaria sin desvelar el misterio de cada una de la personas, más bien invitándonos a una adoración que no escudriña el misterio, que más bien se goza en descubrir la pericóresis trinitaria, el misterio de un amor y de una unidad que sobrepasan nuestro entendimiento.
Una hermosa oración-contemplación, atribuida a san Sergio de Radonez y que probablemente ha inspirado esta obra maestra nos introduce en el misterio:
Dios el Padre. Dios el Hijo. Dios el Espíritu Santo.
Inmenso el Padre. Inmenso el Hijo. Inmenso el Espíritu Santo.
Uno el Padre. Uno el Hijo. Uno el Espíritu Santo.
En la Trinidad indivisible cada persona es el Poder, la Sabiduría, el Amor.
Cada persona es la divinidad, única e inmensa.
Toda la Inmensidad, la Unidad que todo transciende.
El Espíritu Santo es el Don que se derrama desde el abismo
y todo lo penetra de sí, indivisible y uno, llenándolo todo,
transformándolo todo en luz.
Ningún hombre, ninguna criatura, nadie en el cielo y en la tierra
te adore, te admire, te sirva, te ame más.
Iluminado por el Espíritu, bautizado en el fuego, quienquiera que tú seas,
-virgen, monje, sacerdote, laico-
eres tú el trono de Dios, la morada, el instrumento, la luz de la Divinidad.
Tú eres Dios. Tú eres Dios, Dios, Dios,
Dios en el Padre, Dios en el Hijo. Dios en el Espíritu Santo.
Sí. Eres Dios: Dios, Dios,Dios,

lunes, 4 de febrero de 2013

sábado, 30 de junio de 2012


SILENCIO Y ESCUCHA FRENTE A LA CULTURA DEL RUIDO Y LA SUPERFICIALIDAD



Ponencia del P. Juan Bautista Romano. Fundador y superior de los Monjes de la Santa Cruz
           Les Propongo el sencillo argumento del silencio, contrapuesto al ruido, como punto de partida para situar nuestra identidad como monjes, en nuestras particulares y específicas formas de vida. Veamos, en primer lugar, algunos rasgos de la cultura del ruido y la superficialidad. En un segundo momento, trataré de dibujar el perfil de hombre vacío y superficial que, la sociedad moderna tiende a generar. Me detendré después, a subrayar la sordera que producen el ruido y la superficialidad de nuestros días para escuchar a Dios. Sólo posteriormente, trataré de situar el silencio monástico en la moderna sociedad del ruido. Terminaré mi exposición, sugiriendo el inestimable servicio que la vida monástica puede ofrecer en nuestros días al hombre moderno, a los cristianos y a la Iglesia.
1. CULTURA DEL RUIDO Y LA SUPERFICIALIDAD
     
No es mi intención estudiar la cultura moderna del ruido y de la superficialidad analizando sus raíces, consecuencias, evolución actual o perspectivas de futuro. Me limitaré a señalar algunos de sus rasgos fundamentales para describir el perfil del hombre ruidoso y superficial que tiende a generar la sociedad moderna.
La explosión de los mass-media  
Los “media” se han convertido en la sociedad moderna en el instrumento más poderoso de formación y socialización de los individuos. Han logrado ya sustituir en buena parte a la Iglesia, la familia, la escuela o los partidos como instancia de transmisión y formación de cultura. Sin duda, son muchos sus efectos positivos tanto de orden informativo como cultural y social, pero no se ha de olvidar su capacidad de generar una sociedad ruidosa y superficial.
La invasión de la información abruma a los individuos, y la rapidez con que se suceden las noticias impide cualquier reflexión duradera. El individuo vive sobresaturado de información, reportajes, publicidad y reclamos. Su conciencia queda captada por todo y por nada, excitada por toda clase de impresiones e impactos y, a la vez, indiferente a casi todo. Los medios ofrecen, por otra parte, una visión fragmentada, discontinua y puntual de la realidad, que hace muy difícil la posibilidad de síntesis alguna. Se informa de todo pero casi nada es sólidamente asimilado. Al contrario, este tipo de información va disolviendo la fuerza interior de las convicciones y empuja a los individuos a vivir hacia fuera, abandonando sus raíces y marcos de referencia.
Es altamente significativo el impacto de la televisión. En pocos años se ha convertido en una “gran fábrica de consumo social” y de alienación masiva. Ella dicta las ideas y convicciones, los centros de interés, los gustos y las expectativas de las gentes. Desde la pequeña pantalla se impone la imagen de la vida que hemos de tener, las creencias que hemos de alimentar. Por otra parte, la televisión produce imágenes y arrincona conceptos, desarrolla el puro acto de mirar y atrofia la capacidad de reflexión, da primacía a lo insólito sobre lo real, al espectáculo sobre la meditación[1]
Cada vez más, la televisión busca distraer, impactar, retener la audiencia. Se busca la emoción del directo, la novedad de lo inesperado, la rabiosidad de la  primicia, lo sensacional. En la sociedad de los mass-media se propaga toda clase de imágenes y datos, las conciencias se llenan de noticias e información, pero disminuye la atención a lo interior y decrece la capacidad de interpretar y vivir la existencia desde sus raíces. Se oyen toda clase de palabras y mensajes, pero apenas se escucha el misterio del propio ser. Se pasan muchas horas ante el televisor, pero apenas se medita y se desciende hasta el fondo del propio corazón.
Hipersolicitación y seducción permanente
Uno de los rasgos más visibles de la sociedad de consumo es la profusión de productos, servicios y experiencias. La abundancia hace posible la multiplicación de elecciones. Cada vez es mayor la gama de productos y modelos expuestos en los centros comerciales e hipermercados. Los restaurantes especializados ofrecen toda clase de menús y combinaciones. Podemos seleccionar entre un número ilimitado de cadenas televisivas. Las agencias proponen todo tipo de viajes, experiencias y aventuras. Se pueden comprar toda clase de obras de divulgación o revistas especializadas, y seguir programas de consejos psicológicos, médicos o culinarios. La hipersolicitación, la estimulación de necesidades, la profusión de posibilidades son ya parte integrante de la sociedad moderna.
No es sólo esto. La seducción se convierte en el proceso general que tiende a regular el consumo, las costumbres, la educación y la organización de la vida. Es la nueva estrategia que parece regirlo todo[2]. El individuo no es sólo solicitado por mil estímulos. Todo le es sutilmente presentado como tentación y proximidad. Todo es posible. Hay que saber disfrutar.
Esta lógica seductora y hedonista sigue la tendencia de privilegiar el cuerpo y los sentidos, no el espíritu o la vida interior. El cuerpo, con su cortejo de solicitudes y cuidados se convierte en verdadero objeto de culto. Se cuida la higiene, la línea y el peso; se vigila el mantenimiento físico: chequeos, masajes, sauna, deporte, “footing”. Todo es poco. El cuerpo ha de ser valorado, cuidado, sentido, exhibido, admirado. Sin duda, hay algo muy positivo en esta recuperación del cuerpo. Sin embargo, cuando este proceso olvida la dimensión espiritual de la persona, engendra una existencia vacía y superficial donde se puede llegar a cuidar mucho más la apariencia que lo esencial.
          El imperio de lo efímero
Tal es el título de un conocido estudio del profesor de Grenoble, G. Lipotvetsky sobre la moda y el espíritu de nuestros tiempos[3]. La sociedad moderna está dirigida por la moda, no por la religión, las ideologías o los ideales políticos. Es ella el principio que organiza la vida cotidiana de los individuos y la producción socio-cultural. Ella dicta los cambios de gustos, valores, tendencias y costumbres. Según G. Lipotvetsky, vivimos en una época de “moda plena”.
Pero decir moda es decir institucionalización del consumo, seducción de los sentidos, variación rápida de formas, proliferación de nuevos modelos, creación a gran escala de necesidades artificiales, organización social de la apariencia, generalización de lo efímero. Se cultiva el gusto por lo nuevo y diferente más que por lo verdadero y bueno. Las conciencias se mueven bajo el imperio de lo superficial y caduco.
La dictadura de la moda crea todo un estilo de vivir en la movilidad y el cambio permanente. Se cambia de televisor o de coche, pero se cambia también de pareja y de manera de pensar. Nada hay absoluto. Todo es efímero, móvil e inestable. Crece la inconsistencia y la frivolidad. Lo inmediato prevalece sobre la fidelidad. Se vive la ideología de lo espontáneo. Nada permanece, nada se enraíza. Decae la pasión por las grandes causas y crece el entusiasmo por lo pasajero. Esclavo de lo efímero, el ser humano no conoce ya nada firme y consistente sobre lo cual edificar su existencia.
La cultura moderna se convierte así en una cultura de la “intranscendencia”, que ata a la persona al “aquí” y al “ahora” haciéndole vivir sólo para lo inmediato, sin necesidad de abrirse al misterio de la transcendencia. Es una cultura del “divertimiento” que arranca a la persona de sí misma haciéndole vivir en el olvido de las grandes cuestiones que lleva en su corazón el ser humano. En contra de la máxima agustiniana. “No salgas de ti mismo; en tu interior habita la verdad”, el ideal más generalizado es vivir fuera de uno mismo.[4]
La huida hacia el ruido
No es fácil vivir el vacío que crea la superficialidad de la sociedad moderna. Sin vida interior, sin meta y sin sentido, el individuo queda a merced de toda clase de impresiones pasajeras, desguarnecido ante lo que puede agredirlo desde fuera o desde dentro. Es normal entonces que busque experiencias que llenen su vacío o, al menos, lo hagan más soportable. Uno de los caminos más fáciles de huida es el ruido.
Vivimos en la “civilización del ruido”[5]. Poco a poco, el ruido se ha ido apoderando de las calles y los hogares, de los ambientes, las mentes y los corazones. Hay, en primer lugar, un ruido exterior que contamina el espacio urbano generando estrés, tensión y nerviosismo. Un ruido que es parte integrante de la vida moderna, alejada cada vez más del entorno sereno de la naturaleza. La sociedad del bienestar ha decidido luchar contra este ruido privilegiado el silencio, tomando medidas más estrictas para hacerlo respetar, insonorizando las viviendas o promoviendo el éxodo hacia el campo.
Pero hay en la sociedad moderna otro ruido contra el que no se lucha sino que se busca. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece el recogimiento y la soledad. Lo que busca es ruido interior para no escuchar su propio vacío: palabras, imágenes, música, bullicio. De esta forma es más fácil vivir sin escuchar ninguna voz interior; estar ocupado en algo para no encontrarse con uno mismo; meter ruido para no oír la propia soledad.

           El ruido está hoy dentro de las personas, en la agitación y confusión que reina en su interior, en la prisa y la ansiedad que domina su vivir diario. Un ruido que, con frecuencia, no es sino proyección de problemas, vacíos, desequilibrios y contradicciones que no han sido resueltos en el silencio del corazón. Pero el hombre moderno está lejos de aprender a entrar en sí mismo para crear el clima de silencio indispensable para reconstruir su mundo interior. Lo que busca es un ruido suave, un sonido agradable que le permita vivir sin escuchar el silencio. Es significativo el fenómeno de la “explosión musical” en la sociedad moderna. El hombre de nuestros días oye música de la mañana a la noche. La música y el ritmo se han convertido en el entorno permanente de no pocos. Se oye música en el trabajo y en el restaurante, en el coche, el autobús o el avión, mientras se lee o se hace deporte. Se vive “la música continua”. Parece como si el individuo moderno sintiera la necesidad secreta de permanecer fuera de sí mismo, de ser transportado, de verse envuelto en un ambiente estimulante o embriagante, con la conciencia agradablemente anestesiada.


[1]    G. SARTORI. Homo videns. La sociedad teledirigida. Ed. Taurus. Madrid 1998
[2] G. LIPOVETSKY. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Ed. Anagrama. Barcelona 19872, sobre todo 17-48.
[3] G. LIPOVETSKY. El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas. Ed. Anagrama. Barcelona 1990
[4]Ver el excelente trabajo de J. MARTÍN VELASCO. Ser cristiano en una cultura posmoderna. Ed. PPC. Madrid 1997
[5] M. de SMEDT. Éloge du silence. Ed. Albin Michel. París 1986

I ENCUENTRO INTERMONASTICO EN PARAGUAY

          El pasado 9 al 15 de junio hemos tenido la gracia y la alegria de ser anfitriones del I Encuentro Intermonástico que se realiza en Paraguay. En dicho encuentro participaron los Monjes de la Santa Cruz de Argentina, los Servos da Esperança de Brasil, las Hnas Apostoles de la Divina Misericordia (Paraguay) y nos han acompañado también los Benedictinos de Tupasy María (Paraguay).


         El encuentro ha sido en torno al tema de la Identidad y la Espiritualidad de la vida Monástica. El principal expositor fue el P. Juan Bautista Romano, msc, fundador y superior de los Monjes de la Santa Cruz.
         La apertura oficial fue el 9 a las 18hs con la Celebración de la Eucaristia, presidida por nuestro obispo diocesano Mons. Mario M. Medina. También nos acompañó el P. Alberto Luna sj, como representante de la Conferpar (Conferencia de Religiosos del Paraguay), quien nos vino a dar también el apoyo y el aliento para este encuentro. Antes de la Misa y comenzando el encuentro cantamos solemnemente el VENI CREATOR, implorando la presencia del Espiritu Santo. La Eucaristia fue celebrada en memoria de Ntra Sra de Guadalupe pidiendole que ponga con su Hijo a todas las comunidades monásticas de nuestra América latina...

       El encuentro ha sido coordinado por el P. Hugo Maidana, sj nuestro fundador. Hemos comenzado compartiendo durante casi dos dias la historia, la vida, los desafios de cada comunidad. Los dias siguientes hemos avanzado sobre los temas propios que engloban la identidad de la vida monástica: silencio, oración, liturgia, el abad su identidad y misión, etc.

   Agradecemos a todas las personas, religiosas y laicas que nos han acompañado y colaborado para que este encuentro sea de mucho provecho. Agradecemos de un modo particular a quienes con su oración hicieron posible todo lo realizado.



sábado, 3 de marzo de 2012


MONASTERIO SANTA MARIA DE FE EN FACEBOOK

QUERIDOS AMIGOS/AS EN EL SEÑOR
Les invitamos a visitarnos en la red social de Facebook donde tenemos noticias y fotos mas actualizadas de nuestra comunidad....
Bendiciones

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lunes, 5 de septiembre de 2011


LA VOCACION DEL MONJE



QUIEN ES EL MONJE?

               D. Bernardo de Oliveira, ocso,  hasta hace poco Abad General de la Trapa decía en alguna de sus conferencias...

               El monje es un cristiano que dedica toda su vida a la búsqueda y al encuentro con Dios, Esto es algo que el monje tiene en común con todos los otros cristianos. No es el único que busca a Dios ni tampoco pretende hacerlo mejor que los demás. Pero el monje se sabe llamado a hacer de esta búsqueda un absoluto en su vida, por eso: busca a Dios verdaderamente, frecuentemente, constantemente; no busca otra cosa en lugar de Él, ni otra cosa con Él, ni retorna de El  a otras cosas. Si no buscase a Dios ¡dejaría de ser monje!....

            Siendo la búsqueda de Dios el sentido y fin último de la existencia del monje, su vida es una vida de gran sencillez, simplicitas. Esta simplicitas, es decir, el hecho de tener sólo una preocupación y un solo fin, es el sentido primero y más profundo de la palabra monachos.

       La razón de este quaerere Deum es evidentemente el encuentro contemplativo con Dios. Toda la vida del monje es un camino hacía este fin. Y este camino monástico está caracterizado por un cierto número de medios: la oración silenciosa y continua, la plegaria litúrgica, la lectio divina, y las diversas renuncias conducentes a la conversión y purificación del corazón, todo en un clima de soledad y silencio.

       Todos estos medios no son más que medios. Son característicos de la vida  monástica y necesarios a la misma; pero no son el elemento esencial de ella. El elemento esencial es su fin, es decir: la búsqueda continua y el don del encuentro con Dios.

      Hablando de la vocación del monje decía también  Guillermo de San Thierry, gran amigo de S. Bernardo de Claraval:

             A los demás toca servir a Dios; a vosotros, uniros a El. A los demás pertenece creer en Dios, tener noticia de El, amarle y adorarle; a vosotros, saborearle, entenderle, conocerle, gozarle",

    Si te sientes llamado a dejar todo para abrazarte sólo a Dios  y quieres discernir tu llamada y vocación te invitamos a participar de un retiro y convivencia los días 14,15 y 16 de octubre, en nuestro pequeño monasterio en Santa María, Misiones.
 Contactos a monasteriosantamariadefe@gmail.com o (+595)781 283 359






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