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Homilía del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ODINARIO (C)
Lecturas: Ml 3, 19-20a; 2 Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19
Un deber. Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Con estas palabras, san Pablo nos dice que el trabajo es un deber. Además, el trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo. Imitemos a Cristo. Su vida fue una vida de trabajo, de trabajo intenso. Primero, en Nazaret, en el taller de san José; y después, durante su ministerio público, con jornadas agotadoras, desplazándose de un sitio para otro, a veces alargando el día con las horas de la noche. Pido a Dios que te sirvan también de modelo la adolescencia y la juventud de Jesús, lo mismo cuando argumentaba con los doctores del Templo, que cuando trabajaba en el taller de José (San Josemaría Escrivá).
El trabajo es algo bueno, participación del poder divino. Cuando realizamos un trabajo, estamos colaborando en los planes de Dios. En su ocupación profesional el hombre, la mujer, pone en juego su inteligencia, su voluntad, su creatividad; en el trabajo, se desarrollan múltiples virtudes, como la justicia, la caridad, la prudencia, el espíritu de servicio, etc. En el trabajo, la persona se forja a sí misma y se integra en la sociedad (Mons. Javier Echevarría).
No es excusa. Alguno dirá: Pero yo estoy jubilado. También ése tiene que imitar a Jesús de Nazaret en su vida de trabajo. No solamente es trabajo el que se realiza en una factoría, en un despacho de abogados, en un cuartel, en un comercio, en la universidad o en el colegio, en un hospital o en calle dirigiendo la circulación. Aquí el etcétera que puede ser todo lo amplio que se quiera. También es trabajo es el que se realiza en el hogar, en las tareas domésticas o en tareas de mantenimiento del edificio o cuidando que las cosas estén ordenadas.
O todo lo que hacemos por el bien del prójimo, como puede ser acompañar a pasear a una persona que casi no puede andar, o visitar a enfermos o ancianos que están muy solos, o el dar catequesis a unos chavales, o explicar doctrina cristiana en una parroquia a un grupo de novios de un curso prematrimonial, o dar una charla de formación a una serie de personas.
En la cumbre de las actividades humanas. Pero, Señor -dirán otros-. Si yo no me puedo mover. Además, la vista me falla, estoy enfermo y cargado de achaques. ¿Cómo te puedo imitar en tu vida de trabajo? También la oración es trabajo. Ofrece esas molestias; sonríe aunque no te apetezca; déjate cuidar sin dar más trabajo del necesario. Para ti, ésa es la forma que tienes de santificar tu trabajo.
Trabaja siempre, y en todo, con sacrificio, para poner a Cristo en la cumbre de las actividades de los hombres (San Josemaría Escrivá). ¿Qué era Babel, sino un proyecto de una ciudad levantada mediante un trabajo lleno de orgullo frente a Dios y con el propósito de que llegara hasta el Cielo? ¿Y qué es la existencia humana sino Cristo levantado en la Cruz, por medio del trabajo de sus discípulos, hecho de amor y de obediencia, que atrae a las personas y a las cosas hasta la gloria del Cielo?

Homilía del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Lecturas: 2 M 7, 1-2.9-14; 2 Ts 2, 16 – 3, 5; Lc 20, 27-38
Vale la pena. Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres. En la 1ª lectura hemos leído el martirio de siete hermanos con su madre. Todos ellos profesaron un gran amor a Dios y sólo conocieron el temor de ofenderle. En todas las épocas de la vida de la Iglesia ha habido mártires. El primer mártir cristiano fue san Esteban, que siguió al pie de la letra la enseñanza de Cristo y su ejemplo. En el momento de ser martirizado san Esteban rogaba al Señor que no tuviera en cuenta el pecado de aquellos que le estaban lapidando. Esto -rezar por sus perseguidores- lo han hecho a lo largo de dos milenios todos los mártires cristianos.
Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Bien convencido de esto estaba santo Tomás Moro. Prisionero en la Torre de Londres, su mujer fue a verle y le dijo que prestara el juramento que exigía el rey, para salvar la vida. Bueno, Alicia -dijo Tomás-, ¿y por cuánto tiempo piensas que podré gozar de esta vida? Su mujer contestó: Por lo menos veinte años, Dios mediante. Y Tomás replicó: Mi buena mujer, no sirves para negociante. ¿Es que quieres que cambie la eternidad por veinte años?
Fortaleza para vencer. El Señor que es fiel os dará fuerzas y os librará del Maligno. El lema de la División Mecanizada Guzmán el Bueno era: Sed fuertes en la guerra. Como la vida del hombre sobre la tierra es milicia (Jb 7, 1) y hay que pelear contra los enemigos muy poderosos -el mundo, el demonio y la carne-, necesitamos la virtud de la fortaleza. Vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros. Resistidle firmes en la fe (1 P 5, 8-9). Sepamos mantener el combate sin doblegarnos ante las dificultades o ante el cansancio, o ante la propia fragilidad. ¡Señor, danos fortaleza!, la necesitamos para salir victoriosos en las batallas que nos plantea el diablo.
El Catecismo de la Iglesia Católica define la fortaleza como la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones.
El martirio. El cristianismo nace de un acto sublime de fortaleza y de caridad: la muerte de Cristo en la Cruz; y se ha desarrollado gracias también a la sangre de los mártires. Nadie como el cristiano se siente comprendido en sus flaquezas, disculpado en sus errores, perdonado en sus pecados. Pero nadie como el cristiano se sabe solicitado al ejercicio de la fortaleza, hasta el extremo.
Los mártires son ejemplos admirables para todos los cristianos. El martirio es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia (Concilio Vaticano II).

Homilía de la Fiesta de la Dedicación de la Basílica del Salvador (Ciclo C)

FIESTA DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN (C)
Lecturas: Ez 47, 1-2.8-9.12; 1 Co 3, 9c-11.16-17; Jn 2, 13-22
Símbolo del magisterio del Papa. Celebra la Iglesia la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán. Esta basílica es la catedral de Roma, pues en ella está la cátedra de san Pedro. Ésta es símbolo del magisterio del Papa. ¿Cuál fue la primera cátedra de san Pedro? La primera sede de la Iglesia fue el Cenáculo, y con toda probabilidad en esa sala, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial. Sucesivamente, la sede de Pedro fue a Antioquia, y de esta ciudad la Providencia llevó a Pedro a la capital del Imperio romano, a Roma.
Consultar a Roma o Roma ha hablado son expresiones que indican a Roma como fuente segura de la doctrina católica. Entre los testimonios patrísticos sobre las consultas a Roma, está el de san Jerónimo, que presenta la cátedra de Pedro como fuente segura de verdad y de paz: He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia.
Infalibilidad pontificia. El Papa, sucesor de san Pedro, en virtud de su Primado, apacienta, rige y gobierna toda la Iglesia universal. Hay que obedecerle no sólo cuando habla ex cátedra, sino también cuando ejerce su Magisterio ordinario y universal. Como supremo maestro de todos los cristianos tiene como principal oficio el de definir y defender las verdades de fe. Además, es infalible cuando habla ex cátedra en materia de fe o de costumbres.
La infalibilidad del Romano Pontífice es una verdad de fe definida en el Concilio Vaticano I. Cuando el Papa define una doctrina como dogma de fe, no inventa un nuevo dogma, sino que garantiza infaliblemente que aquella doctrina ha sido revelada por Dios a través de la Sagrada Escritura o de la Tradición oral: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe (Beato Pío IX).
Sede de concilios. En la Basílica de San Juan de Letrán se han celebrado innumerables sínodos y concilios; cinco de los concilios, ecuménicos. En el Sínodo Lateranense del año 649, presidido por el papa Martín I, se definió la Virginidad de María, que está revelada por Dios en la Sagrada Escritura y en la Tradición, diciendo que Santa María fue siempre virgen: antes del parto, en el parto y después del parto. En el Concilio ecuménico IV de Letrán se adoptó la palabra transubstanciación para explicar lo que ocurre en la Santa Misa en el momento de la consagración.
Dirijamos nuestra súplica a la Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, pidiendo por la Iglesia, por el Papa y por todos los que formamos parte del Pueblo de Dios; que todos los católicos sigamos con fidelidad el Magisterio del Papa.

Homilía de la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán (Ciclo C)

FIESTA DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN (C)
Lecturas: Ez 47, 1-2.8-9.12; 1 Co 3, 9c-11.16-17; Jn 2, 13-22
Símbolo del magisterio del Papa. Celebra la Iglesia la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán. Esta basílica es la catedral de Roma, pues en ella está la cátedra de san Pedro. Ésta es símbolo del magisterio del Papa. ¿Cuál fue la primera cátedra de san Pedro? La primera sede de la Iglesia fue el Cenáculo, y con toda probabilidad en esa sala, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial. Sucesivamente, la sede de Pedro fue a Antioquia, y de esta ciudad la Providencia llevó a Pedro a la capital del Imperio romano, a Roma.
Consultar a Roma o Roma ha hablado son expresiones que indican a Roma como fuente segura de la doctrina católica. Entre los testimonios patrísticos sobre las consultas a Roma, está el de san Jerónimo, que presenta la cátedra de Pedro como fuente segura de verdad y de paz: He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia.
Infalibilidad pontificia. El Papa, sucesor de san Pedro, en virtud de su Primado, apacienta, rige y gobierna toda la Iglesia universal. Hay que obedecerle no sólo cuando habla ex cátedra, sino también cuando ejerce su Magisterio ordinario y universal. Como supremo maestro de todos los cristianos tiene como principal oficio el de definir y defender las verdades de fe. Además, es infalible cuando habla ex cátedra en materia de fe o de costumbres.
La infalibilidad del Romano Pontífice es una verdad de fe definida en el Concilio Vaticano I. Cuando el Papa define una doctrina como dogma de fe, no inventa un nuevo dogma, sino que garantiza infaliblemente que aquella doctrina ha sido revelada por Dios a través de la Sagrada Escritura o de la Tradición oral: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe (Beato Pío IX).
Sede de concilios. En la Basílica de San Juan de Letrán se han celebrado innumerables sínodos y concilios; cinco de los concilios, ecuménicos. En el Sínodo Lateranense del año 649, presidido por el papa Martín I, se definió la Virginidad de María, que está revelada por Dios en la Sagrada Escritura y en la Tradición, diciendo que Santa María fue siempre virgen: antes del parto, en el parto y después del parto. En el Concilio ecuménico IV de Letrán se adoptó la palabra transubstanciación para explicar lo que ocurre en la Santa Misa en el momento de la consagración.
Dirijamos nuestra súplica a la Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, pidiendo por la Iglesia, por el Papa y por todos los que formamos parte del Pueblo de Dios; que todos los católicos sigamos con fidelidad el Magisterio del Papa.

Homilía del XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Lecturas: Sb 11, 22 – 12, 2; 2 Ts 1, 11 – 2, 2; Lc 19, 1-10
Mucho más. Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Zaqueo había oído hablar de Cristo, del nuevo Profeta que surgido de Galilea. Se entera de que Jesús va a pasar por Jericó, su ciudad. Es su oportunidad. Quizá no se presente otra ocasión para conocerle. Decide aprovechar aquella oportunidad; pero surgen dificultades: hay demasiada gente y él es bajo de estatura. No se echa atrás. Pone los medios. Se sube a un árbol. Vence los respetos humanos. Y consigue mucho más de los que pretendía. Quería ver a Jesús; pero he aquí que Jesucristo le llama, se mete en su vida. Zaqueo se convierte. Es generoso y dice sí a Dios, correspondiendo a la gracia.
Saltándose los respetos humanos. Así debe hacer todo hombre en su búsqueda de Dios: ni la falsa vergüenza ni el miedo al ridículo deben impedir que ponga los medios para encontrar al Señor. Dios siempre premia el esfuerzo que el hombre realiza por encontrarle. Una vez convertido, Zaqueo no tiene vergüenza de manifestar su propósito de iniciar una nueva vida, devolviendo el cuádruplo de lo que había defraudado y dando la mitad de sus bienes a los pobres.
Unas preguntas. Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria (San Josemaría Escrivá). ¡Fuera los respetos humanos! ¿Vergüenza para formar una familia numerosa? ¿Vergüenza para bendecir la comida cuando hay invitados en la mesa o cuando estás en un restaurante? ¿Vergüenza para decirles a unos compañeros entretenidos en ver cierto tipo de revistas que la pornografía los embrutece, y que no son más hombres por dejarse llevar por las más bajas pasiones? ¿Vergüenza para asistir a Misa los domingos porque los amigos del barrio te pueden ver entrar en la iglesia?
Y podemos continuar con más preguntas: ¿Vergüenza para hacer una genuflexión al pasar delante del Sagrario o para ponerte de rodillas durante la consagración y elevación de la Sagrada Hostia durante la Eucaristía? ¿Vergüenza para seguir a Cristo y serle fiel, aunque otros no lo sean? ¿Vergüenza para salir en defensa de la Iglesia o del Papa? ¿Vergüenza para hablar de Dios? ¿Vergüenza para confesarte?
La misión de salvar. Muchos murmuraron contra Jesús porque entró en casa de Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Ante estas críticas maliciosas, el Señor, en vez de excusarse por tratar afectuosamente a quien los murmuradores consideraban un pecador, manifiesta claramente que ha venido a eso: a buscar a los pecadores. Jesucristo es el Salvador de los hombres; ha curado a muchos enfermos, ha resucitado a muertos, pero sobre todo ha traído el perdón de los pecados y el don de la gracia. En esta ocasión, Jesús trae la salvación a Zaqueo, puesto que la misión del Hijo del Hombre es salvar lo que estaba perdido.
Jesús llamó individualmente, por su nombre a Zaqueo pidiéndole que lo recibiera en su casa. El evangelista subraya que lo recibió prontamente y con alegría. Así debemos responder nosotros a las llamadas que Dios nos hace por medio de su gracia.

Homilía de la Conmemoración de los Fieles Difuntos (Ciclo C)

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS (C)
Lecturas: 2 M 12, 43-46; Rm 8, 31b-35.37-39; Lc 7, 11-17
Oración por los fieles difuntos. Si no hubiese estado convencido de que los caídos resucitarían, habría sido superfluo e inútil rezar por los muertos. En la 1ª lectura, Judas Macabeo hace una colecta para ofrecer un sacrificio por los que murieron en una batalla librada. El ofrecimiento de aquel sacrificio y las súplicas por los que habían muerto, no sólo significan la esperanza de la resurrección, sino la convicción de que es posible una purificación personal por los pecados después de la muerte, y de que las oraciones y sacrificios por los difuntos son eficaces para esa purificación. Es lo que la Iglesia cree cuando afirma la existencia del Purgatorio y el valor expiatorio de las oraciones y sacrificios por los difuntos.
La Iglesia es Madre, y no se olvida de sus hijos muertos. Hoy conmemora a los fieles difuntos, a todos aquellos que murieron en la amistad con Dios, con su alma en gracia, pero que tienen que purificarse en el Purgatorio antes de entrar en el Cielo. Por ellos ofrece sufragios, especialmente el santo sacrificio eucarístico.
Redimidos por el amor. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? En todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a aquél que nos amó. Los cristianos, con tal de que queramos acoger los beneficios divinos, podemos tener la certeza de alcanzar la salvación, porque Dios no dejará de darnos las gracias necesarias. Nada de lo que nos pueda ocurrir podrá apartarnos del Señor: ni temor de la muerte, ni amor a la vida, ni príncipes de los demonios, ni potestades del mundo, ni tormentos que nos hacen sufrir. Y, si por debilidad nos apartamos, siempre tenemos a nuestro alcance los medios para regresar a él.
No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. El ser humano necesita un amor incondicionado; necesita la certeza del amor absoluto, más fuerte que la muerte, capaz de otorgar plena serenidad interior. Y esa certeza se encuentra en el amor de Dios. Por eso puede decir: Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Resurrección de la carne. Muchacho, a ti te digo, levántate. Hemos leído el pasaje evangélico de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. Creo en la resurrección de la carne. El Credo cristiano culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Ésta es nuestra esperanza. La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella (Tertuliano).
Del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor (2 Co 5, 8).

Homilía de la Solemnidad de Todos los Santos (Ciclo C)

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (C)
Lecturas: Ap 7, 2-4.9-14; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a
Todos los Santos. La Iglesia no sólo crece en este mundo, sino sobre todo en el “más allá”. Cada vez es más numerosa esa parte de la única Iglesia de Cristo que llamamos Iglesia triunfante. Allí está la inmensa multitud de almas que, después de haber pasado por la tierra, gozan de la bienaventuranza eterna del Cielo, de la visión beatífica. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento del Dios (Benedicto XVI).
Allí en el Cielo están todos los santos de toda la historia de la Iglesia. Característica común de todos ellos es la voluntad que tuvieron de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.
Cuerpo Místico de Cristo. Los santos del Cielo, las almas del Purgatorio y los que todavía estamos en este mundo, todos juntos formamos el Cuerpo místico de Cristo, cuya Cabeza es el Verbo encarnado; con Él y bajo Él tributamos a Dios Padre un incesante canto de gloria, por la virtud del Espíritu Santo. La consideración de este misterio de nuestra fe ha de movernos a dar gracias a Dios por su bondad y por la constante compañía de los santos, tratando de sacar más provecho de esta verdad tan consoladora (Mons. Javier Echevarría).
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, “han pasado por la gran tribulación -se lee en el Apocalipsis- y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero”. Sus nombres están escritos en el libro de la vida; su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él (Benedicto XVI).
Por el camino de la cruz. La fiesta de hoy nos invita al seguimiento de Jesús, que es el camino que lleva al Cielo. En la medida en que acogemos la propuesta del Maestro a seguirle y le seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con Él lo imposible resulta posible. Incluso que un camello pase por el ojo de una aguja; con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a la santidad.
Ahora bien, el seguimiento de Cristo es tomar la Cruz. No existe una santidad cómoda, sin sacrificio. La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. El que se fía de Cristo y lo ama con sinceridad, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega encuentra así su vida.

Homilía del XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Lecturas: Si 35, 12-14.16-18; 2 Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14
Vale pena. El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial. Dios es remunerador, premia a los buenos y castiga a los malos; un juez justo, que retribuye a cada uno según sus obras. Dios no hace acepción de personas (Ga 2, 6). No desestima la súplica del huérfano, ni de la viuda, cuando se desahoga en lamentos. La 1ª lectura es una invitación a confiar en Dios; Él no olvida del bien realizado ni quién lo hace. Esta confianza en la bondad divina de ninguna manera debe llevar al pecado de presunción, pues todo el mal que hacen los malos se registra (San Agustín).
En la 2ª lectura, san Pablo escribe a Timoteo: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día, y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. Al contemplar la proximidad de su muerte, el Apóstol expresa su esperanza en la recompensa que Dios le va a conceder por su vida entregada a la causa del Evangelio. También Juan Pablo II se expresó de forma parecida al final de su vida: Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!, porque Dios lo premiará con la vida eterna.
Humildad y contrición. En el pasaje evangélico, Cristo presenta dos tipos humanos contrapuestos: el fariseo, meticuloso en el cumplimiento externo de la Ley; y el publicano, considerado un pecador público. El primero, en su oración, llevado por su orgullo y creyéndose ya justo, se jacta de lo bueno que hace. Es una oración llena de vanidad, de autocomplacencia y, por tanto, no grata a Dios. La recompensa por sus buenas obras se desvanece en el humo de la vanagloria, debido a su soberbia.
Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador. La oración del publicano, una simple jaculatoria, llena de humildad y de arrepentimiento sincero, alcanza misericordia de Dios. Con razón algunos han dicho que la oración justifica, porque la oración contrita o la contrición orante eleva el alma a Dios, la une a su bondad y obtiene su perdón en virtud del amor divino que le comunica este santo movimiento (San Francisco de Sales).
Dolor de amor. La contrición, que es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar, es necesaria para la confesión. No despreciará Dios un corazón contrito y humillado (Sal 50, 9). ¡Qué pena dan las personas que, adoptando la actitud del fariseo, dicen: No tengo nada de qué arrepentirme. Nosotros, si queremos que se nos perdonen los pecados, diremos como el publicano: Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador.
Nuestras miserias no deben desalentarnos. Reaccionemos enseguida con humildad y con dolor de amor. Si hay contrición, las propias flaquezas pueden ser causa de una mayor humildad y unión con el Señor. La verdadera contrición lleva siempre al sacramento de la Penitencia. No hay contrición cuando se desprecia este sacramento instituido por Cristo precisamente para perdonar los pecados. No es suficiente el arrepentimiento para borrar los pecados sin el deseo de acudir a la Confesión.

Homilía del XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Lecturas: Ex 17, 8-13; 2 Tm 3, 14 – 4, 2; Lc 18, 1-8
Oración insistente. Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer. Las lecturas bíblicas de este domingo tienen como tema principal la oración. Esta palabra de Dios que hemos leído contiene un mensaje que está destinado a iluminar en profundidad la conciencia de los cristianos. En el mundo actual, ante las realidades sociales difíciles y complejas, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y se expresa en una oración incansable.
Se puede resumir así: la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo (Benedicto XVI).
Manos alzadas hacia Dios. En la 1ª lectura se narra la batalla entre los israelitas y los amalecitas. Fue la oración elevada con fe a Dios lo que determinó que la victoria fuera para el pueblo elegido. Mientras Josué y sus hombres luchaban contra sus enemigos, en el monte Moisés tenía levantadas las manos en actitud orante. Las manos levantadas de Moisés garantizaron que el desenlace de la batalla fuera favorable a Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos, suplicando por los suyos.
Parece increíble, pero es así: Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz: brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo (Benedicto XVI).
Oración, fuerza de esperanza. La oración mantiene encendida la llama de la fe. Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra? Esta pregunta nos tiene que hacer pensar. La fe es esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. La figura de la viuda de la parábola evangélica representa a tantas personas sencillas y rectas que sufren atropellos, que se sienten impotentes ante determinadas injusticias sociales y que padecen la tentación del desaliento. Jesús parece sugerirles: observad con qué tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su tiempo?
La oración nos pone decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el mal con el bien. La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno. La oración cristiana es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona.

Homilía del XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Lecturas: 2 R 5, 14-17; 2 Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19
Una petición. Le vinieron al encuentro diez leprosos, que a lo lejos se pararon, y levantando la voz, decían: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros En el pasaje evangélico que hemos leído se narra la curación milagrosa de diez leprosos. Es un episodio conmovedor en el que se manifiesta la misericordia del Señor. Según la Ley de Moisés, para evitar contagios, a los leprosos se les prohibía el trato con personas sanas.
Debían vivir apartados de la gente y dar muestras visibles de su enfermedad. Era, pues, muy dura su situación: alejados de sus familias y considerados apestados.
Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. ¿Cómo no va a tener piedad de ellos el que es rico en misericordia? Jesús, el Médico divino, durante su paso por la tierra, aunque ha venido a liberar a la humanidad de la triple esclavitud del pecado, de la muerte y de Satanás, también cura enfermedades del cuerpo. Y el corazón de Cristo se compadeció de aquellos diez hombres, cuya sola presencia era todo un espectáculo de miseria.
Una queja de Jesús. Viéndolos, les dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. En el camino quedaron limpios. Los diez leprosos reaccionaron con fe ante la indicación de Jesús. El Señor no les había curado de la lepra y, sin embargo, se pusieron en camino. Y fue entonces, mientras caminaban, cuando notaron que sus llagas desaparecían, que su carne dejaba de estar podrida, que habían recuperado la salud.
Uno de ellos, viéndose curado, volvió glorificando a Dios a grandes voces; y cayendo a sus pies, rostro en tierra, le daba las gracias. Era un samaritano. Éste, al darse cuenta de que ya no tenía lepra, se llenó de alegría; y antes de presentarse a los sacerdotes como prescribía la ley mosaica, volvió sus pasos hacia Jesús para agradecerle su curación. El Señor le mira y sale de su interior esta queja: ¿No han sido diez los curados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?
Acciones de gracias. A Jesús le duele la ingratitud de los nueve restantes. Seamos agradecidos con Dios porque nos ha creado y somos hijos suyos; porque Cristo nos ha redimido y nos ha abierto las puertas del Cielo. También, porque hemos sido bautizados en la Iglesia Católica. Por la infinidad de veces que nos ha perdonado en el sacramento de la Penitencia; por haberse quedado en la Sagrada Eucaristía para ser alimento de nuestra alma. Y podríamos seguir diciendo más motivos de agradecimiento.
Hemos de dar gracias siempre a Dios: Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él (Col 3, 17). Lo mismo aconsejaba san Josemaría Escrivá: Negar a nuestro Creador y Redentor el reconocimiento de los abundantes e inefables bienes que nos concede, encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias. Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios -porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido? (1 Co 4, 7)-, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura.